A las dos de la madrugada, aun andaba Erdosain entre murallas de viento, por las calles del centro, en busca de un lenocinio.
Un rumor sordo jadeaba en sus orejas, mas siguiendo el frenesí del instinto caminaba a la sombra que las altas fachadas arrojaban hasta el afirmado. Una tristeza horrible estaba en él. En ese momento no tenía rumbos.
Sonámbulo, marchaba, con los ojos inmóviles en las flechas niqueladas que en los cascos de los vigilantes hacían relucir en las bocacalles los cilindros de luz que caían de los arcos voltaicos... Un impulso extraordinario arrojaba su cuerpo a en largos pasos... Así venía Plaza Mayo, y ahora, por Cangallo, dejaba atrás la estación del Once.
Una tristeza horrible estaba en él.
Su pensamiento, inmóvil en un hecho, repetía:
—Es inútil, soy un asesino —mas, de pronto, al aparecer el cubo rojo o amarillo del zaguán de un lenocinio, se detenía, vacilaba un instante bañado por la neblina rojiza o amarillenta, luego, diciéndose—: Será en otro —continuaba su camino.