Los Siete locos

Cuántas veces había caído desnuda entre los brazos de un desconocido y le había dicho: «¿No te gustaría ir al África?» El otro respingó como sí a su lado hubiera silbado un crótalo. Y entonces tenía la impresión de que esos cuerpos armados de huesos, devanados en músculos, eran más débiles que los de los tiernos infantes, más asustadizos que los niños en el bosque.

Las mujeres le eran odiosas. Las veía abatirse bajo la sensualidad de los machos para ofrecer por todas partes la fealdad de sus vientres hinchados. Tenían exclusivamente capacidad para el sufrimiento, éste era un mundo de gente fatigada, fantasmas apenas despiertos que apestaban a tierra con su grávida somnolencia, como en las primeras edades los monstruos perezosos y gigantescos. De allí que toda su alma voladora se sintiera aplastada por la inutilidad de los prójimos.

Porque Hipólita hubiera querido moverse en un universo menos denso, un mundo liviano como una pompa de jabón donde la materia no estuviera sometida a la gravedad, y se imaginaba la dicha riente de recorrer todas las veredas del planeta metamorfoseaba a su voluntad y dándole a los días la realidad de un juego que compensara aquel que su niñez había carecido.

Todo le había sido negado cuando pequeña. Recordaba que una de las quimeras de su infancia fue soñar que sería la criatura más dichosa del mundo si viviera en una habitación empapelada.

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