Los Siete locos

Su cuarto de sirvienta se repoblaba de fantasmas insinuantes, sentada en una butaca forrada de seda de color de cocodrilo, recibía a sus amigas que venían a despedirse para irse a «París de Francia» y hablaba de noviazgos. «Su mamá no le permitía este verano ir a veranear a X... porque se encontrarían con S..., ese indiscreto que la asediaba con exceso». O cruzaba el mar, un mar quieto como los lagos de Palermo, sentada en una cesta de mimbre como lo había visto en las fotografías de los puentes de los piróscafos de lujo, cuando pasaba por las calles a hacer las compras en el mercado. Tendría una Kodak abandonada en su falda mientras que un joven con la gorra en la mano e inclinado hacia ella la hablaría con timidez.

Su alma de criada se anegaba de felicidad. Comprendía que aquello era tan lindo que de haber podido gozarlo su caridad hubiera sido infinita. Y se veía en un atardecer de invierno recorriendo una callejuela oscurecida, envuelta en un abrigo de petit-gris, en busca de una huérfana, hija de un ciego. Le llevaba socorros, la convertía en su hija adoptiva y un día la huérfana hacía su presentación en sociedad; sería entonces una deliciosa joven; los hombros descubiertos entre plumones de gasa, y, sobre la limpia frente, una onda de cabello rubio concertaría con la delicadeza de sus almendrados ojos.

Y de pronto una voz la llamaba:

—Hipólita... sirva el té.

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