Los Siete locos

—No sé; pero nunca el amor me fue mostrado en su pasión terrible. Cuando me casé tenía veinte años y creía en la espiritualidad del amor.

Caviló un instante, mas no tardó en levantarse, y después de apagar la luz, se sentó en el diván junto a Hipólita. Luego dijo:

—Quizá fuera un infeliz. Cuando me casé no la había besado a mi mujer. Cierto es que jamás había sentido la necesidad de hacerlo, porque yo confundía con pureza lo que era frialdad de sus sentidos y además... porque yo creía que a una señorita no se le debe besar.

La otra sonreía en la oscuridad. El estaba ahora sentado a la orilla del sofá, con los codos clavados en las rodillas y las mejillas entre la palma de las manos.

Un relámpago violeta iluminó la habitación.

El prosiguió con lentitud:

—La señorita estaba en mi concepto como la más verdadera expresión de pureza. Además... no se ría... yo era pudoroso... y la noche del día que nos casamos, cuando ella se desvistió con naturalidad frente a la lámpara encendida, yo volví la cabeza avergonzado... y después me acosté con los pantalones puestos.

—¿Usted hizo eso? —en la voz de la mujer temblaba la indignación.

Erdosain se echó a reír, excitadísimo:

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