Los Siete locos

LA REVELACIÓN

Interin ocurrían estos sucesos, en el Hospicio de las Mercedes. Ergueta entraba en lo que él más tarde llamaría «el conocimiento de Dios». Así fue.

Despertó al amanecer en la sala. Un paralelepípedo de luna ponía un rectángulo azul en el encalado del muro frente a su cama. A través de los barrotes de la ventana abierta se veía al cielo encuadrado por el contramarco, un cielo poroso y seco de azul como yeso teñido de metileno. En el retículo de los hierros temblaban los hilos de agua de una estrella.

Ergueta se rascó concienzudamente la nariz, aunque no sentía mayor preocupación. Comprendía que se encontraba en la casa de los locos, pero ése «era un asunto que no le concernía».

Le preocupaba si hubieran encalabozado su espíritu, pero el que en realidad estaba encarcelado en el manicomio era su cuerpo, su cuerpo que pesaba noventa kilos, y que ahora con cierto resquemor inexplicable recordaba que había rodado por los lupanares. Y sin poder evitarlo revisaba como un espectáculo oprobioso la vida sensual con que se había regodeado. Mas, ¿qué tenía que ver su espíritu con tal carnaza furiosa?

Era ésa una realidad tan evidente para su entendimiento, que lo asombró de que los médicos no repararan aún en tal diferencia.

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