Los Siete locos

EL SUICIDA

Erdosain permaneció a los pies de la Coja quizá una hora. Las anteriores emociones se disolvían en su actual modorra. Sentíase extraño a todo lo ocurrido en el transcurso del día. La angustia y la malevolencia se endurecían en su pecho como el fango bajo el sol. Permanecía, sin embargo, inmóvil, sometido al poder de la somnolencia oscura que se desprendía de su cansancio. Pero su frente se arrugaba. Y a través de la niebla y de la oscuridad crecía su otra desesperación, el temor sin esperanza de verse perdido como un fantasma a la orilla de un dique de granito. Las aguas grises trazaban franjas de distinta altura que corrían en opuesta dirección. Chalupas de hierro llevaban borrosas gentes hacia remotos emporios. Habían allí, además, una mujer acicalada como una cocotte, con un barboquejo de diamantes y que apoyaba los codos en la mesa de una taberna y se apretaba las mejillas entre los dedos enjoyados. Y mientras ella hablaba, Erdosain se rascaba la punta de la nariz. Mas como esta actitud no era explicable, Erdosain recordó que habían aparecido cuatro mocitas con el vestido hasta las rodillas y el pelo amarillo desgreñado en torno de sus caras caballunas. Y las cuatro mocitas, al pasar a su lado, alargaron un platillo. Fue entonces cuando Erdosain se preguntó: «¿Es posible que puedan alimentarse haciendo sólo eso?» Entonces la estrella, la cocotte, que bajo la barbilla tenía una papada de brillantes, le respondió que sí, que las cuatro mocitas vivían limosneando, y comenzó a hablar de un príncipe ruso, con su voz más femenina, cuyo género de vida, aunque ella trataba de aparejarlo, no condecía con el que llevaba las cuatro mocitas. Y recientemente entonces Erdosain pudo explicarse satisfactoriamente por qué razón se rascaba la punta de la nariz mientras la preciosa hablaba.

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