Los Siete locos

Erdosain se apresuró a negarle, y trató aparentemente de interesarse en la cháchara del otro, que conversaba horas seguidas, sin ton ni son, espiando siempre el rincón sudeste del cuarto. ¿Qué es lo que se proponía con esa actitud? Erdosain a su vez se consolaba de tales momentos desagradables pensando que el otro vivía acosado por la envidia y ciertos sufrimientos atroces que no tenían motivo de ser.

Una noche dijo Gregorio, en presencia de la esposa de Erdosain, que raramente asistía a esas conversaciones, pues se quedaba en otro cuarto cerrando la puerta para no escuchar las voces:

—¡Qué notable sería que me volviera loco y los matara a ustedes a tiros, suicidándome luego!

Sus ojos oblicuos estaban fijos en el rincón sudeste del cuarto, y sonreía mostrando los dientes puntiagudos, como si las palabras que antes había dicho no pasaran de una broma. Pero Elsa, mirándolo muy seria, le dijo:

—Que sea la última vez que hables de esta manera en mi casa. Si no, no volvés a pisar aquí.

Gregorio trató de disculparse. Pero ella salió y en toda la noche no volvió a dejarse ver.

Continuaron los dos hombres charlando, el otro más pálido, la frente estrecha cargada de tumultuosas contracciones, pasándose a momentos la ancha mano por su cepillo de cabello color de bronce.

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