Si alguien le hubiera anticipado a Erdosain, que horas después tramaría el asesinato de Barsut y que asistiría casi impasiblemente a la fuga de su esposa, no lo hubiera creído.
Vagabundeó toda la tarde. Tenía necesidad de estar solo, de olvidarse de las voces humanas y de sentirse tan desligado de lo que lo rodeaba como un forastero en una ciudad en cuya estación perdió el tren.
Anduvo por las solitarias ochavas de las calles Arenales y Talcahuano, por las esquinas de Charcas y Rodríguez Peña, en los cruces de Montevideo y Avenida Quintana, apeteciendo el espectáculo de esas calles magníficas en arquitectura, y negadas para siempre a los desdichados. Sus pies, en las veredas blancas, hacían crujir las hojas caídas de los plátanos, y fijaba la mirada en los óvalos cristales de las grandes ventanas, azogados por la blancura de las cortinas interiores. Aquél era otro mundo dentro de la ciudad canalla que él conocía, otro mundo para el que ahora su corazón latía con palpitaciones lentas y pesadas.
Deteniéndose, observaba los garajes lujosos como patenas, y los verdes penachos de los cipreses en los jardines, defendidos por murallas de cornisas dentadas, o verjas gruesas capaces de detener el ímpetu de un león. La granza roja serpenteaba entre los óvalos de los canteros verdes. Alguna aya con toca gris paseaba por los caminos.