Los Siete locos

Los rojizos tejados caían oblicuamente, protegiendo con el alero los tragaluces y ventanitas de las buhardillas, y entre la pimpante hojarasca de los castaños, por encima de la copa de los granados manchados de asteriscos escarlatas, se veía un gallo de cinc moviendo su cola torcida a todos los vientos. En derredor, intrincadamente, surgía el jardín, con amaño de bosquecillo, y ahora en la quietud del atardecer, bajo el sol que aplomaba en el espacio una atmósfera de cristal nacarado, los rosales vertían su perfume potentísimo, tan penetrante, que todo el espacio parecía poblarse de una atmósfera roja y fresca como un caudal de agua.

Erdosain pensó:

—Aunque tuviera una barca de plata con velas de oro y remos de marfil, y el océano se volviera de siete colores lisos, y desde la luna una millonaria con las manos me tirara besos, mi tristeza sería la misma... Mas esto no hay que decirlo. Sin embargo, mejor viviría aquí que allí. Aquí podría tener un laboratorio.




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