Los Siete locos

«Así permanecimos los tres un segundo... El capitán de pie, con una mano apoyada en la tabla de la mesa y otra en la empuñadura de la espada, mi esposa con la cabeza inclinada, y yo frente a ellos, olvidados los dedos en el canto de la puerta. Aquel segundo me fue suficiente para no olvidar más al otro hombre. Era grande, de reciedumbre atlética dentro de la tela verde del uniforme. Al apartar los ojos de mi esposa, su mirada recobró una dureza curiosa. No exagero si digo que me examinaba con insolencia, como a un inferior. Yo continué mirándolo. Su grandor físico contrastaba con la ovalada pequeñez de su rostro, con la delicadeza de la fina nariz y la austeridad de sus labios apretados. En el pecho llevaba la insignia de piloto aviador.

«Mis primeras palabras fueron:

«—¿Qué pasa aquí?

«—El señor... —mas avergonzándose, se corrigió—. Remo —dijo llamándome por mi nombre—, Remo, yo no voy a vivir más con vos.»

Erdosain no tuvo tiempo de temblar. El capitán tomó la palabra:

—Su esposa, a quien he conocido hace un tiempo...

—¿Y dónde la conoció usted?

—¿Por qué preguntas esas cosas? —interrumpió Elsa.

—Sí, cierto —objetó el capitán—. Usted comprenderá que ciertas cosas no deben preguntarse...

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