CUANDO entraron la pequeña sala de estar era una perfecta imagen del sosiego; la señora Bates, privada de su habitual entretenimiento, dormitaba junto a la chimenea, Frank Churchill, sentado a la mesa cerca de ella, estaba totalmente absorbido por la tarea de componer las gafas, y Jane Fairfax, dándoles la espalda contemplaba el piano.
A pesar de hallarse totalmente concentrado en lo que hacía, el rostro del joven se iluminó con una sonrisa de placer al volver a ver a Emma.
—No saben lo que me alegro —dijo más bien en voz baja—; llegan ustedes por lo menos diez minutos antes de lo que había calculado. Como ven estoy tratando de ser útil; díganme si lo conseguiré.
—¡Cómo! —dijo la señora Weston—. ¿Todavía no has terminado? Al paso que vas no te ganarías muy bien la vida arreglando gafas.
—Es que también he estado haciendo otras cosas —replicó—; he ayudado a la señorita Fairfax a intentar nivelar el piano; una de las patas quedaba en el aire; supongo que era un desnivel del suelo. Como ve, hemos puesto una cuña de papel debajo de una pata. Han sido ustedes muy amables al dejarse convencer para venir. Yo casi temía que quisieran irse en seguida a casa.