Orgullo y prejuicio

Por fin vislumbraron la casa parroquial. El jardín que se extendía hasta el camino, la casa que se alzaba en medio, la verde empalizada y el seto de laurel indicaban que ya habían llegado. Collins y Charlotte aparecieron en la puerta, y el carruaje se detuvo ante una pequeña entrada que conducía a la casa a través de un caminito de gravilla, entre saludos y sonrisas generales. En un momento se bajaron todos del landó, alegrándose mutuamente al verse. La señora Collins dio la bienvenida a su amiga con el más sincero agrado, y Elizabeth, al ser recibida con tanto cariño, estaba cada vez más contenta de haber venido. Observó al instante que las maneras de su primo no habían cambiado con el matrimonio; su rigida cortesía era exactamente la misma de antes, y la tuvo varios minutos en la puerta para hacerle preguntas sobre toda la familia. Sin más dilación que las observaciones de Collins a sus huéspedes sobre la pulcritud de la entrada, entraron en la casa. Una vez en el recibidor, Collins con rimbombante formalidad, les dio por segunda vez la bienvenida a su humilde casa, repitiéndoles punto por punto el ofrecimiento que su mujer les había hecho de servirles un refresco.




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