Orgullo y prejuicio

CAPÍTULO XXXIV

Cuando todos se habían ido, Elizabeth, como si se propusiera exasperarse más aún contra Darcy, se dedicó a repasar todas las cartas que había recibido de Jane desde que se hallaba en Kent. No contenían lamentaciones ni nada que denotase que se acordaba de lo pasado ni que indicase que sufría por ello; pero en conjunto y casi en cada línea faltaba la alegría que solía caracterizar el estilo de Jane, alegría que, como era natural en un carácter tan tranquilo y afectuoso, casi nunca se había eclipsado. Elizabeth se fijaba en todas las frases reveladoras de desasosiego, con una atención que no había puesto en la primera lectura. El vergonzoso alarde de Darcy por el daño que había causado le hacía sentir más vivamente el sufrimiento de su hermana. Le consolaba un poco pensar que dentro de dos días estaría de nuevo al lado de Jane y podría contribuir a que recobrase el ánimo con los cuidados que sólo el cariño puede dar.

No podía pensar en la marcha de Darcy sin recordar que su primo se iba con él; pero el coronel Fitzwilliam le había dado a entender con claridad que no podía pensar en ella.


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