El treinta y uno de enero amaneció muy tempestuoso. Soplaba un fuerte viento del norte y la nieve, incesante, se amontonaba en el suelo y se arremolinaba en el aire. Mi familia hubiera preferido que aplazara mi partida, pero el temor a defraudar a mis patrones, dando muestras de falta de puntualidad desde el mismo inicio de mi empleo, hizo que respetara el dÃa previsto de mi llegada.
No cansaré a mis lectores con el relato de mi partida en aquella oscura mañana de invierno; las largas despedidas, el largo, larguÃsimo viaje a O., las solitarias esperas de diligencias o trenes —pues el tendido del ferrocarril llegaba ya hasta allà entonces— y, por último, mi encuentro con el criado del señor Murray, quien habÃa sido enviado a la estación con el faetón para conducirme hasta Horton Lodge.
Me limitaré a decir que la abundancia de nieve habÃa creado tales obstáculos en el camino, tanto para los caballos como para las locomotoras, que, cuando llegué al término de mi viaje, era ya entrada la noche, y que una gran nevada convirtió las escasas millas que separaban O. de Horton Lodge en una verdadera peregrinación.