—Y bien, señorita Grey, ¿qué piensa del nuevo vicario? —preguntó la señorita Murray, cuando volvÃamos de la iglesia el domingo siguiente a mi regreso.
—No sabrÃa decirle —fue mi respuesta—. Ni siquiera le he oÃdo predicar.
—Bueno, pero le ha visto, ¿no?
—SÃ, pero no puedo juzgar el carácter de un hombre por una impresión superficial.
—Pero ¿no le parece horroroso?
—Pues no me ha parecido especialmente feo: no me disgusta ese tipo de cara. La única cosa que me llamó la atención fue su forma de leer; me parece que lee bien, o, al menos, muchÃsimo mejor que el señor Hatfield. Leyó el sermón como si llamara la atención sobre la importancia de cada pasaje: ni el más indiferente hubiese podido dejar de atender, ni el más ignorante de entender lo que decÃa. En cuanto a las oraciones, las leyó como si no leyera en absoluto y estuviese rezando profunda y sinceramente desde el corazón.
—¡Ah, sÃ! ¡Es para lo único que sirve! Oficia bastante bien, pero más allá de eso no tiene una sola idea propia.
—¿Cómo lo sabe?