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XI. LOS JORNALEROS

Como ahora tenía una sola alumna, aunque se esforzaba por darme el trabajo de tres o cuatro, y aunque su hermana todavía recibía clases de alemán y de dibujo, disponía de mucho más tiempo para mí del que había gozado desde que me convirtiera en institutriz. Y ese tiempo lo dedicaba en parte a escribir a mi familia, a leer, a estudiar y a practicar música y canto; y, también, a vagar por los campos de los alrededores, con mis alumnas si querían acompañarme, o sola si preferían no hacerlo.

A menudo, cuando no tenían nada más agradable que hacer, las señoritas se divertían visitando a los pobres jornaleros de la finca de su padre, para recibir su adulador homenaje, escuchar viejas historias o habladurías de las mujeres chismosas; quizá, también, para disfrutar del placer de hacer feliz a los pobres con su alegre presencia y sus ocasionales regalos, que ofrecían con tanta indiferencia y eran recibidos con tanta gratitud.

Algunas veces una o ambas hermanas me pedían que las acompañara en esas visitas, y, a veces, también, que fuera sola, para cumplir alguna promesa que habían hecho sin pensar demasiado, llevar algún pequeño obsequio o leer algo a una persona enferma o seriamente impedida. De esa forma, hice algunas amistades entre los jornaleros, a los que, de vez en cuando, visitaba por propia iniciativa.

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