Mi siguiente visita a Nancy Brown no se produjo hasta la segunda semana de marzo, porque, aunque tuve muchos minutos libres durante el dÃa, raras veces pude disponer de una hora completa. El orden o la regularidad eran imposibles allà donde todo dependÃa de los caprichos de la señorita Matilda y de su hermana. Fuera cual fuese la ocupación que eligiera, cuando no estaba dedicada a ellas o a algo relacionado con ellas, debÃa estar siempre preparada para entrar en acción, los zapatos puestos, el libro en la mano. Un mÃnimo retraso por mi parte era considerado como grave e inexcusable ofensa, no solo por mis alumnas y su madre, sino también por los mismos criados, quienes venÃan, jadeando, a decirme:
—Tiene que ir al cuarto de estudios inmediatamente… ¡Las señoritas la están esperando!
¡La cumbre del horror! ¡Las señoritas estaban esperando a su institutriz!
Pero en esta ocasión creÃa poder contar con una o dos horas de libertad, ya que Matilda se preparaba para dar un largo paseo a caballo y Rosalie se vestÃa para asistir a una fiesta ofrecida en casa de lady Ashby. Aproveché, por tanto, la oportunidad para visitar la casa de la viuda, encontrándola un poco inquieta por su gata a la que no habÃa visto en todo el dÃa. Intenté consolarla refiriéndole todas las anécdotas que pude recordar sobre las costumbres egoÃstas de estos animales.