El dÃa siguiente fue tan bueno como el anterior. Poco después del desayuno, la señorita Matilda, que habÃa estado desbarrando todo lo imaginable durante la lección y, en venganza, se habÃa dedicado luego a machacar el piano durante una hora —enfadadÃsima conmigo y con el mencionado piano porque su madre no la habÃa excusado de cumplir con sus obligaciones—, se encaminó a sus lugares favoritos: los patios, las caballerizas y las perreras.
Por su parte, la señorita Rosalie habÃa salido a dar un paseo, con una novela que estaba de moda entonces por compañÃa, dejándome en el cuarto de estudios, concentrada en una acuarela que le habÃa prometido y que insistió en que terminara aquel mismo dÃa.
A mis pies reposaba un pequeño terrier, que pertenecÃa a la señorita Matilda; pero ésta odiaba al animal y se proponÃa venderlo, alegando que estaba muy mal educado. En realidad, era un perro excelente, pero ella afirmaba que no servÃa para nada y que ni siquiera era capaz de reconocer a su dueña.