El siguiente domingo fue uno de los dÃas más sombrÃos del mes de abril; un dÃa de nubes densas y fuertes chaparrones. Ninguno de los Murray quiso asistir a la iglesia por la tarde, salvo Rosalie, que prefirió ir como de costumbre. Pidió el coche y yo fui con ella, sin que, naturalmente, esto representara para mà un sacrificio, porque en la iglesia podrÃa ver, sin temor a censuras ni a burlas, un rostro y una figura que eran más agradables para mà que los de cualquier otra criatura entre las más hermosas creadas por Dios; podrÃa escuchar, sin que nada me perturbara, una voz más dulce a mis oÃdos que la más bella de las melodÃas; podrÃa unirme a aquella alma, que tan profundamente me atraÃa, y embeberme de sus pensamientos más puros y santas aspiraciones, sin que nada empañara esa felicidad, salvo los reproches secretos de mi conciencia, que demasiado a menudo me susurraba al oÃdo que me engañaba a mà misma y me burlaba de Dios, dejando que mis pensamientos se dirigieran más hacia una de sus criaturas que hacia al propio Creador.
Algunas veces, aquellos pensamientos me turbaban; otras, podÃa aquietarlos pensando: «No es al hombre al que amo, sino su bondad… Piensa en todo lo que es puro, en todas las cosas bellas, en todo lo bueno y honesto… piensa en esas cosas».