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XVII. CONFESIONES

Como me propongo no ocultar nada al lector, debo reconocer que en aquel tiempo prestaba más atención a mis vestidos de lo que nunca antes había hecho. Tampoco eso es decir mucho, porque hasta entonces había descuidado bastante ese aspecto. Aunque, incluso entonces, apenas si dedicaba dos minutos cada día a mirarme en el espejo. Y es que aquel ejercicio nunca me proporcionaba el menor consuelo: no encontraba rastro de belleza en mis marcadas facciones, en las mejillas pálidas y hundidas, ni en mi vulgar pelo castaño. Es posible que mi frente denotara inteligencia o que mis grandes ojos grises fueran expresivos, pero ¿de qué podía servirme? Una frente estrecha, de corte griego, y unos grandes ojos negros, llenos de sentimiento, me hubieran hecho un servicio mucho mayor.

Es absurdo desear ser bella. Las personas inteligentes nunca lo desean para sí mismas, ni se preocupan de la de los demás. Una mente bien cultivada y un corazón bien dispuesto nunca se interesan por el aspecto externo.

Eso nos decían nuestros maestros de la infancia y eso mismo repetimos nosotros hoy a otros niños. Todo muy juicioso y muy acertado, sin duda, pero ¿acaso estas palabras se apoyan en la experiencia?

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