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II. PRIMERAS LECCIONES EN EL ARTE DE LA ENSEÑANZA

A medida que avanzábamos, sentí revivir mi buen ánimo y me di la vuelta, con placer, para contemplar la nueva vida en la que me introducía. A pesar de que nos encontrábamos solo a mediados de septiembre, las pesadas nubes y el fuerte viento del noroeste se combinaban para tornar el día extremadamente frío y triste, y el viaje resultaba muy largo, ya que, como Smith observó, los caminos eran «muy pesados». Y, sin duda, su caballo era muy pesado también: subía y bajaba las colinas con gran esfuerzo, y solo se animaba a mover los flancos e iniciar un trote cuando la carretera entraba en un llano o en una pendiente no muy pronunciada, lo cual sucedía muy poco a menudo en aquella abrupta región; de forma que era casi la una cuando llegamos a nuestro destino. No obstante, cuando cruzamos la encumbrada verja de hierro subimos suavemente por la carretera lisa y bien pavimentada, flanqueada por árboles jóvenes, y nos acercamos a la nueva pero recia mansión de Wellwood, que se elevaba sobre sus bosques de álamos, me abandonó el valor y deseé que se encontrase una o dos millas más adelante. Por primera vez en mi vida debía valerme por mí misma; no había vuelta atrás: debía entrar en aquella casa y presentarme a sus extraños moradores, pero ¿cómo? Es verdad que tenía casi diecinueve años, pero, a causa de la vida tan retirada que había llevado y del cariño protector de mi madre y de mi hermana, sabía bien que muchas niñas de quince, o incluso menos, se conducirían de forma mucho más adulta y poseerían más seguridad en sí mismas que yo. A pesar de todo, si la señora Bloomfield era una mujer amable y maternal, todo podía ir bien; además, estaban los niños, de los que pronto me haría amiga, y, en cuanto al señor Bloomfield, confiaba en no tener demasiado trato con él.

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