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XX. EL ADIÓS

Mi madre y yo alquilamos para nuestra escuela una casa en A. —un pueblo cuyas aguas estaban entonces de moda— y obtuvimos la promesa de contar con dos o tres alumnas para la fecha de su inauguración. Yo regresé a Horton Lodge a mediados de julio, dejando a mi madre encargada de terminar con los trámites del alquiler, de conseguir más alumnas, vender los muebles de nuestra antigua casa y hacer los arreglos necesarios para la nueva.

A menudo nos compadecemos de los pobres porque apenas pueden permitirse llorar a sus familiares muertos, obligados a trabajar a pesar del inmenso dolor que los embarga, pero ¿no es la actividad el mejor remedio para afrontar un dolor abrumador, el mejor antídoto contra la desesperación? Puede que sea un consuelo difícil: tener que enfrentarse a las cargas de la vida cuando no encontramos alivio en sus bondades; verse en la obligación de trabajar cuando el corazón está a punto de quebrarse y el espíritu afligido solo desea paz para llorar en silencio puede parecer duro, pero ¿no es el trabajo mejor que esa paz que codiciamos? ¿Y no es menos doloroso ese insignificante esfuerzo que el continuo rumiar sobre el inmenso dolor que nos ahoga?

Además, no hay trabajo ni preocupaciones que no comporten una cierta esperanza, aunque solo sea la de cumplir con nuestra triste tarea, ver realizado un proyecto o escapar de otro problema.

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