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XXIV. LA PLAYA

Nuestra escuela no estaba situada en el centro de la ciudad. Al entrar en A., por el noroeste, y a cada lado de la ancha carretera, había una hilera de casas de noble aspecto, con pequeños jardincillos a la entrada, persianas venecianas en las ventanas, y escalinatas ante sus puertas de madera y aldabas de bronce.

En una de las más grandes vivíamos mi madre y yo, junto a las señoritas que nuestras amistades habían confiado a nuestro cuidado. Por consiguiente, vivíamos a una considerable distancia del mar, del que nos separaba un laberinto de calles y de casas. Pero el mar era mi deleite, y a menudo me abría camino hacia él por el placer de caminar junto a la orilla de la playa, con las alumnas o con mi madre, durante las vacaciones. El mar era para mí un gran placer en todas las estaciones, pero especialmente cuando soplaba una fuerte brisa y en el frescor de las mañanas de verano.

La tercera mañana, después de mi regreso de Ashby Park, me desperté temprano. El sol se filtraba por la persiana, y pensé en lo agradable que sería cruzar la ciudad silenciosa y dar un solitario paseo por la playa, cuando casi todo el mundo dormía todavía. No tardé mucho en decidirme y en ponerme en marcha.

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