Además de la anciana, habÃa otro pariente de la familia cuyas visitas me perturbaban mucho. Se trataba del tÃo Robson, el hermano de la señora Bloomfield, un hombre alto, suficiente, de pelo oscuro y tez pálida como su hermana, una nariz que parecÃa desdeñar la tierra y pequeños ojos grises, a menudo medio cerrados, con una mezcla de auténtica estupidez y afectado desprecio por todos los objetos que le rodeaban. Era un hombre corpulento y robusto, pero habÃa hallado la forma de comprimir su cintura a un radio extremadamente pequeño, y aquello, junto con la rigidez tan afectada de su figura, revelaba que el arrogante y varonil señor Robson, que tanto desdeñaba al sexo femenino, no estaba por encima de la coqueterÃa propia de las mujeres.
Raras veces se dignaba dirigirme la palabra y, cuando lo hacÃa, aunque el efecto buscado era justo el contrario, la altiva insolencia de su tono y de sus ademanes me convencÃan de que no era un caballero. Pero no era ésta la razón por la que me disgustaban sus visitas, sino por la mala influencia que ejercÃa sobre los niños, a quienes alentaba sus malos instintos, deshaciendo en pocos minutos el pequeño progreso que me habÃa costado meses de trabajo.