El último de los Mohicanos

Tan pronto como les hubiera pasado de largo su nuevo visitante, los expectantes guerreros se alejaron de la entrada, distribuyéndose alrededor de aquel como si estuviesen tranquilamente esperando a que el desconocido se dignase a hablar. La gran mayoría de ellos se quedó de pie, adoptando posturas muy relajadas al apoyarse contra las delgadas columnas que sostenían el cochambroso edificio; mientras que tres o cuatro de los de mayor edad, así como los jefes más distinguidos, se situaron en el suelo a una distancia más adelantada que los demás.

Una antorcha encendida alumbraba el lugar, esparciendo su luz escarlata de rostro a rostro y cuerpo a cuerpo a medida que las corrientes de aire la avivaban. Duncan se valió de esta iluminación para intentar comprender la actitud receptiva de sus huéspedes, por medio de la expresión de sus caras. Pero sus intentos fueron en vano, pues tales gentes sólo reflejaban rasgos llenos de frialdad. Los jefes más cercanos apenas se fijaban en él, dirigiendo sus miradas al suelo como si mostrasen respeto, aunque no era difícil de ver que se trataba más bien de una muestra de desconfianza. Los hombres del fondo eran menos reservados. De inmediato se percató Duncan de sus miradas, a la vez furtivas e inquisitivas, recorriendo cada detalle de su persona y atuendo, pendientes de todo gesto facial, incluso de la más mínima línea de la pintura que le cubría, aunque sin manifestar comentario alguno.

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