El último de los Mohicanos

Capítulo XXX

Si me lo deniegas, ¡maldita sea tu ley!

No valen nada los decretos de Venecia.

Espero justicia; contesta, ¿la tendré?

El mercader de Venecia.

El silencio permaneció inalterado durante muchos minutos de ansiedad. Entonces, la multitud se abrió y volvió a cerrarse, ya con Untas en su interior, ocupando el centro del círculo. Todas las miradas que habían estado pendientes del jefe se volvían ahora para admirar la perfecta constitución física del ágil y fuerte cautivo. Pero ni la presencia de los de su alrededor ni el modo en que le miraban perturbaron en lo más mínimo el confiado semblante del joven mohicano. Miró a su alrededor lleno de seguridad y templanza, brindando la misma tranquila expresión tanto a los jefes que le observaban con hostilidad como a los niños que le mostraban su curiosidad. Sin embargo, en cuanto sus ojos se cruzaron con la figura de Tamenund, se concentró únicamente en él, como si todo lo demás hubiera dejado de existir. Acto seguido, avanzó lenta y silenciosamente hacia donde estaba el jefe, y se colocó justo delante de la silla del mismo. Aquí permaneció sin que nadie se dirigiera a él, hasta que uno de los otros jefes avisó al patriarca de su presencia.

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