El último de los Mohicanos

Pero por muy melancólico y circunspecto que pueda imaginarse al grupo aludido, era mucho menos entristecedor que la aglomeración que ocupaba el lado opuesto de aquel lugar. Colocado en un asiento, y dispuestos sus miembros en una postura digna y regia, como si estuviera vivo, aparecía Uncas ataviado con los ornamentos más preciados que poseía la tribu. Esplendorosas plumas pendían de su cabeza, mientras que grandes cantidades de collares, anillos, brazaletes y medallas adornaban su persona —aunque su mirada vacía y la nula expresión de sus facciones no combinaban bien con el orgullo que representaban dichos amuletos—.











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