El Principito

—Entonces —le dijo el rey— te ordeno que bosteces. Hace años que no veo bostezar a nadie. Los bostezos son para mí algo curioso. ¡Vamos, bosteza otra vez, te lo ordeno!

—Me da vergüenza… ya no tengo ganas… —dijo el principito enrojeciendo.

—¡Hum, hum! —respondió el rey—. ¡Bueno! Te ordeno tan pronto que bosteces y que no bosteces…

Tartamudeaba un poco y parecía vejado, pues el rey daba gran importancia a que su autoridad fuese respetada. Era un monarca absoluto, pero como era muy bueno, daba siempre órdenes razonables.

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«Si yo ordenara —decía frecuentemente—, si yo ordenara a un general que se transformara en ave marina y el general no me obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía».

—¿Puedo sentarme? —preguntó tímidamente el principito.

—Te ordeno sentarte —le respondió el rey recogiendo majestuosamente un faldón de su manto de armiño.

El principito estaba sorprendido. Aquel planeta era tan pequeño que no se explicaba sobre quién podría reinar aquel rey.

—Señor —le dijo—, perdóneme si le pregunto…

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