Robinson Crusoe

Mi padre, hombre prudente y serio, trató con sus excelentes consejos de hacerme abandonar el intento que había adivinado en mí. Una mañana me llamó a su habitación, donde lo retenía la gota, para hacerme cordiales advertencias sobre mis proyectos. Con su tono más afectuoso me rogó que no cometiera una chiquillada y me precipitara a desdichas que la naturaleza y mi posición en la vida parecían propicias a evitarme; no tenía yo necesidad de ganarme el pan puesto que él me ayudaría con su impulso a obtener la situación acomodada que me había destinado; en fin, si no lograba una posición en el mundo sería sólo por culpa mía o del destino, sin que tuviera él que rendir cuentas de ello, ya que cumplía con su deber al prevenirme contra actitudes que sólo redundarían en mi desgracia; en una palabra, me aseguró que haría mucho por mí si me quedaba en casa, pero que no quería tener participación alguna en mis desventuras alentándome a partir. Para terminar me señaló el ejemplo de mi hermano mayor, con el cual había empleado el mismo género de persuasiones a fin de evitar que fuera a las guerras de Flandes, no pudiendo sin embargo impedir que sus juveniles impulsos lo llevaran a la lucha donde encontró la muerte. Me aseguró que no dejaría de rogar por mí, pero que se aventuraba a decirme que si me dejaba arrastrar por mi impulso Dios no me acompañaría, quedándome sobrado tiempo para lamentar haber desoído los consejos paternales y ello cuando ya nadie pudiera acompañarme en mi arrepentimiento.

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