En la obscura y hedionda sala de una taberna situada en una de las calles más pobres de Little-Saffron-Hili, guarida tenebrosa donde durante el verano no recibe la visita de un solo rayo de sol, hállase sentado frente a un jarro de latón y un vasito de vidrio, ambos impregnados de fuerte olor a alcohol, un hombre que viste casacón de terciopelo de color pardusco, calzón, medias y medias botas, en quien cualquier agente de policÃa poco experto, aun a la media luz de la estancia, hubiera reconocido sin dificultad a Guillermo Sikes. Tendido a sus pies, habÃa un perro de capa blanca y ojos colorados, que ora miraba a su amo, ora lamÃa una herida sanguinolenta que presentaba su hocico, prueba inequÃvoca de alguna riña reciente.
—¡Te estarás quieto, maldito! —exclamó Sikes, rompiendo un silencio que perduraba desde mucho antes de presentarlo a los lectores.