Oliver Twist

La otra dama estaba en la flor de su juventud y de su hermosura, en esa edad en que, si alguna vez los ángeles, para realizar en la tierra alguna misión especial encomendada por el mismo Dios, han asumido formas corpóreas, hay que creer, sin temor de ser impío, que lo han realizado en algún cuerpo tan en cantador como el de la angelical niña que encontramos sentada frente a la anciana.

No pasaba de los diecisiete años. Era su talle tan esbelto, tan exquisitas sus formas, sus facciones tan correctas y hermosas y tan suave y dulce la expresión de su mirada, que no parecía que la tierra hubiera de ser su elemento, ni los groseros seres que la pueblan sus compañeros. Ni tampoco la luz de la inteligencia que brillaba en sus ojos, de un azul purísimo, y resaltaba en su serena frente, parecía propia de su edad ni de este mundo. Y, sin embargo, la expresión inefable de dulzura y de felicidad que ofrecía su rostro los mil destellos que parecían juguetear en sus ojos, en cuyas profundidades no se observaba la sombra más insignificante, y más que nada su sonrisa, sonrisa placentera, embriagadora, significaban otros tantos tesoros creados exclusivamente para el hogar, para hacer la ventura, la felicidad domésticas.


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