Oliver Twist

No bien Oliver dio esta primera prueba de la fuerza y libertad de sus pulmones, se agitó ligeramente la remendada colcha que en picos desiguales prendía por los lados de la cama de hierro; una joven, cuyo rostro cubrían livideces de muerte, alzó penosamente la cabeza sobre la almohada, y murmuró con voz apenas inteligible estas palabras:

—¡Dejen que vea al niño y moriré contenta!

El cirujano, que estaba sentado al amor de la lumbre de la chimenea calentándose las manos, se levantó al escuchar las palabras de la joven, y acercándose al lecho, dijo con mayor dulzura de la que de él era de esperar:

—¡Bah! ¿Quién piensa ahora en morir?

—¡Oh, no! ¡Dios no lo querrá! —terció la enfermera, escondiendo presurosa una botella verde, cuyo contenido acababa de paladear con evidente fruición—. Cuando haya vivido tanto como yo, y sido, como yo, madre de trece hijos, y los haya perdido todos menos dos, que trabajan conmigo en esta santa casa, otra será su manera de pensar. ¡Piense en la dicha que supone ser madre de un corderito como éste!

Parece que aquella perspectiva consoladora de felicidad maternal no debió de producir grandes resultados. La paciente, moviendo con tristeza la cabeza, tendió sus manos temblorosas hacia el niño.

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