Cuando la gente de la casa, atraÃda por los gritos de espanto de Oliver, llegó al sitio de donde aquéllos partÃan, encontráronle pálido y trastornado, señalando con el brazo extendido en dirección a las praderas que lindaban con el jardÃn, y sin que su garganta agarrotada pudiera dejar escapar más palabras que éstas:
—¡El judÃo! … ¡El judÃo!
Giles no comprendió lo que aquel grito significaba, pero Enrique Maylie, cuyas operaciones mentales eran más rápidas que las del grave mayordomo, y que por otra parte habÃa oÃdo referir a su madre toda la historia de Oliver, comprendió desde el primer momento lo que significaban las entrecortadas palabras del muchacho.
—¿Qué dirección tomó? —preguntó armándose de un garrote que encontró en un rincón.
—Aquélla —respondió Oliver, señalando la que los hombres habÃan seguido—. En un momento los perdà de vista.
—Entonces, están en el foso: sÃgueme procurando no separarte de mÃ.
Asà diciendo, Enrique saltó la cerca y echó a correr con tanto brÃo, que no sin gran dificultad lograron seguirle los demás.