Tiempos difíciles

Luisa se dirigió, pues, la mañana que se le había indicado, a este observatorio: una habitación severa, con un reloj brutalmente estadístico que medía cada segundo con una pulsación que semejaba un martillazo dado en la tapa de un féretro. Una de las ventanas se abría hacia Coketown; cuando Luisa se sentó junto a la mesa de su padre, vio las altas chimeneas y las largas columnas de humo destacándose sombríamente a distancia.

-Querida Luisa -díjole su padre -, anoche te preparé con objeto de que me prestases tu atención más seria en la conversación que ahora vamos a tener juntos. Has recibido una educación tan esmerada y has respondido con tal perfección a la educación que has recibido..., de lo que me felicito..., que tengo una completa confianza en tu buen juicio. No eres impulsiva, no eres romántica, estás habituada a mirarlo todo desde el terreno sólido y desapasionado de la razón y del cálculo. Sé que mirarás y examinarás lo que voy a comunicarte únicamente desde ese terreno.

Se calló un momento, esperando, como si le hubiese agradado que ella dijese algo. Pero Luisa no despegó los labios.

-Luisa, querida mía, me ha sido hecha, con relación a tu persona, una oferta de casamiento.

Esperó otra vez, y tampoco ahora dijo ella una palabra. Este silencio le sorprendió tanto, que le indujo a repetir afectuosamente:

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