Tiempos difíciles

 

CAPITULO VIII

LA EXPLOSIÓN 

La mañana siguiente amaneció demasiado brillante para quedarse durmiendo, y Santiago Harthouse levantóse temprano, se sentó en el mirador de su cuarto y fumó de aquel extraño tabaco que tan saludable influencia había ejercido en su joven amigo. Gozando de los rayos del sol, envuelto en la fragancia de su pipa oriental, viendo desvanecerse el humo ensoñador en el aire cargado de suaves aromas primaverales, calculó sus avances, lo mismo que un ganador desocupado sus ganancias. Aún no le había invadido el aburrimiento y estaba en disposición de concentrar su atención en el asunto.

Había logrado ligar con Luisa una confianza de la que estaba excluido el marido de aquélla. Había ligado con ella una confianza basada precisamente en la indiferencia que Luisa sentía hacia su marido y en la ausencia, total y permanente, de toda simpatía entre ellos. Harthouse se había dado maña para llevar al ánimo de Luisa el convencimiento de que conocía su corazón hasta en sus últimos repliegues; se había acercado mucho á ella por el camino del más tierno afecto de Luisa; había conseguido que su propia persona estuviese asociada a ese sentimiento, y se había desvanecido la muralla tras la que ella se escudaba. ¡Muy curioso y muy satisfactorio resultaba todo aquello!

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