Tiempos difíciles

 

CAPITULO IX

OYENDO LA ÚLTIMA PALABRA 

Mientras la señora Sparsit descansaba para tonificar sus nervios en la finca del señor Bounderby, sus ojos permanecían noche y día tan al acecho bajo sus cejas a lo Coriolano, como dos faros en una costa bordeada de un muro de acero, que, de no ser por la placidez de sus maneras, cualquier marinero prudente habría visto en ellos un aviso para alejarse de tan rudo escollo: su nariz de perfil romano y la negra y escarpada región circundante. Aunque costaba trabajo creer que el retirarse a su dormitorio fuese otra cosa que simple fórmula, dada la severidad con que aquellos típicos ojos permanecían siempre abiertos de par en par, y aunque parecía cosa imposible que aquella su rígida nariz se dejase ganar por ninguna influencia mitigadora, sin embargo, al verla sentada, alisando sus incómodos, por no decir punzantes, mitones -hechos de un material aislante como el de una cámara para guardar carne-, y al verla amblar hacia metas desconocidas con el pie en el estribo de algodón, mostraba tal seguridad exterior, que muchos observadores se habrían visto obligados a tomarla por una paloma, encarnada, por algún capricho de la Naturaleza, en el tabernáculo terrenal de un ave de las de pico encorvado.

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