OYENDO LA ÚLTIMA PALABRA
Mientras la señora Sparsit descansaba para tonificar sus nervios en la finca del señor Bounderby, sus ojos permanecÃan noche y dÃa tan al acecho bajo sus cejas a lo Coriolano, como dos faros en una costa bordeada de un muro de acero, que, de no ser por la placidez de sus maneras, cualquier marinero prudente habrÃa visto en ellos un aviso para alejarse de tan rudo escollo: su nariz de perfil romano y la negra y escarpada región circundante. Aunque costaba trabajo creer que el retirarse a su dormitorio fuese otra cosa que simple fórmula, dada la severidad con que aquellos tÃpicos ojos permanecÃan siempre abiertos de par en par, y aunque parecÃa cosa imposible que aquella su rÃgida nariz se dejase ganar por ninguna influencia mitigadora, sin embargo, al verla sentada, alisando sus incómodos, por no decir punzantes, mitones -hechos de un material aislante como el de una cámara para guardar carne-, y al verla amblar hacia metas desconocidas con el pie en el estribo de algodón, mostraba tal seguridad exterior, que muchos observadores se habrÃan visto obligados a tomarla por una paloma, encarnada, por algún capricho de la Naturaleza, en el tabernáculo terrenal de un ave de las de pico encorvado.