Hacia qué lado se inclina la balanza
Pensaba todavía en la pelirroja, y no obstante el remordimiento y el disgusto de sí mismo le quemaban el corazón desde hacía rato.
Ni un solo momento, durante todo el día, tan divertido en apariencia, le había abandonado la tristeza. Antes de ponerse a cantar, no sabía ya cómo librarse de ella; quizás ésa era la razón de que hubiese cantado con tanto entusiasmo.
«¡Y yo, yo, he podido rebajarme hasta ese punto… olvidarme de todo!», pensaba.
Pero no tardó en poner coto a sus remordimientos. Parecíale humillante gemir sobre sí mismo; hubiera preferido cien veces desahogar inmediatamente su ira sobre otro cualquiera.
—¡Imbécil! —gruñó con cólera, mirando de reojo a Pavel Pavlovich, sentado junto a él en el coche, inmóvil y sin despegar los labios.
Pavel Pavlovich guardaba un obstinado silencio. Parecía replegarse sobre sí mismo, preparándose para el salto. De cuando en cuando, con gesto impaciente, se quitaba el sombrero para esponjarse la frente con el pañuelo.
—¡Está hecho una sopa! —gruñó Veltchaninov.
Sólo una vez abrió la boca Pavel Pavlovich, para preguntar al cochero si estallaría la tempestad.