El hombre de la máscara de hierro

Belle-Isle-En-Mer

Hacia el extremo del muelle en el paseo que bate furioso mar durante el flujo de la tarde, dos hombres asidos del brazo tenían una conversación animada y expansiva, sin que nadie pudiese oír lo que decían, porque el viento se llevaba una a una sus palabras como la blanca espuma arrancada a la cresta de las olas.

El sol se había puesto tras el océano, encendido como un crisol gigantesco.

Algunas veces, uno de los dos interlocutores se volvía hacia el Este, y sombrío interrogaba la superficie del mar, mientras el otro quería leer en las miradas de su compañero. Luego, reanudaban su paseo, taciturnos.

Los dos sujetos eran los proscriptos Porthos y Aramis, refugiados en Belle-Isle después de la ruina de sus esperanzas y del desquiciamiento del vasto plan de Herblay.

—Por más que digáis, mi querido Aramis —repuso Porthos respirando con todas sus fuerzas el aire salino que henchía su robusto pecho—, no es natural la desaparición de todas las barcas de pesca que hace dos días se hicieron al la mar, porque no se ha desencadenado temporal alguno y ha reinado constante calma. Ni con tormenta podían haber zozobrado todas las barcas. Repito que me extraña.

Tenéis razón, Porthos —contestó Aramis—, es extraño.

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