La Dama de las Camelias

Capítulo X

La habitación donde se había refugiado sólo estaba iluminada por una vela colocada encima de una mesa. Echada en un gran canapé, con el vestido desabrochado, tenía una mano sobre el corazón y dejaba colgar la otra. Encima de la mesa había una palangana de plata con agua hasta la mitad; el agua estaba veteada de hilillos de sangre.

Marguerite, muy pálida y con la boca entreabierta, intentaba recobrar el aliento. Por momentos su pecho se hinchaba en un hondo suspiro que, una vez exhalado, parecía aliviarla un poco, y le producía durante unos pocos segundos un sentimiento de bienestar.

Me acerqué a ella, sin que hiciera ningún movimiento, me senté y le tomé la mano que reposaba sobre el canapé.

—¿Ah, es usted? —me dijo con una sonrisa.

Supongo que mi cara tenía un aspecto alterado, pues añadió:

—¿También usted se siente mal?

—No; y a usted ¿no se le ha pasado todavía?

—No mucho —y se secó con el pañuelo las lágrimas que la tos había hecho acudir a sus ojos—; pero ya estoy acostumbrada.

—Está usted matándose, señora —le dije entonces con voz emocionada—. Me gustaría ser amigo suyo, alguien de su familia, para impedirle que esté haciéndose daño de este modo.

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