La habitación donde se habÃa refugiado sólo estaba iluminada por una vela colocada encima de una mesa. Echada en un gran canapé, con el vestido desabrochado, tenÃa una mano sobre el corazón y dejaba colgar la otra. Encima de la mesa habÃa una palangana de plata con agua hasta la mitad; el agua estaba veteada de hilillos de sangre.
Marguerite, muy pálida y con la boca entreabierta, intentaba recobrar el aliento. Por momentos su pecho se hinchaba en un hondo suspiro que, una vez exhalado, parecÃa aliviarla un poco, y le producÃa durante unos pocos segundos un sentimiento de bienestar.
Me acerqué a ella, sin que hiciera ningún movimiento, me senté y le tomé la mano que reposaba sobre el canapé.
—¿Ah, es usted? —me dijo con una sonrisa.
Supongo que mi cara tenÃa un aspecto alterado, pues añadió:
—¿También usted se siente mal?
—No; y a usted ¿no se le ha pasado todavÃa?
—No mucho —y se secó con el pañuelo las lágrimas que la tos habÃa hecho acudir a sus ojos—; pero ya estoy acostumbrada.
—Está usted matándose, señora —le dije entonces con voz emocionada—. Me gustarÃa ser amigo suyo, alguien de su familia, para impedirle que esté haciéndose daño de este modo.