Al llegar a aquella parte de su relato, Armand se detuvo.
—¿Quiere cerrar la ventana? —me dijo—. Empiezo a tener frío. Entre tanto, yo voy a acostarme.
Cerré la ventana. Armand, que aún estaba muy débil, se quitó la bata y se metió en la cama, dejando durante unos instantes reposar su cabeza sobre la almohada, como un hombre cansado tras una larga carrera o agitado por penosos recuerdos.
—Quizá ha hablado de más —le dije—. ¿Quiere que me vaya y que le deje dormir? Ya me contará otro día el final de esta historia.
—¿Lo aburre?
—Al contrario.
—Entonces voy a continuar; si me deja usted solo, no podré dormir.
—Cuando volví a cara —prosiguió, sin necesidad de concentrarse, de tan presente como estaban aún en su pensamiento todos los detalles—, no me acosté; me pose a reflexionar sobre la aventura de la jornada. El encuentro, la presentación, el compromiso de Marguerite para conmigo, todo había sido tan rápido, tan inesperado, que había momentos en que creía haber soñado. Sin embargo, tampoco era la primera vez que una chica como Marguerite prometía entregarse a un hombre al día siguiente de aquel en que se lo había pedido.