Mi padre, en bata, estaba sentado en mi salón y escribía.
Por la forma de levantar sus ojos hacia mí cuando entré comprendí enseguida que iba a tratar de cosas graves.
Sin embargo lo abordé como si no hubiera adivinado nada el su rostro y lo besé.
—¿Cuándo ha llegado usted, padre?
—Ayer por la noche.
—¿Ha venido a mi casa como de costumbre?
—Sí.
—Lamento no haber estado aquí para recibirlo.
Esperaba ver surgir tras aquellas palabras el sermón que mi prometía el rostro frío de mi padre: pero no me respondió nada cerró la carta que acababa de escribir y se la entregó a Joseph para que la echara al correo.
Cuando estuvimos solos, mi padre se levantó y, apoyándose contra la chimenea, me dijo:
—Querido Armand, tenemos que hablar de cosas serias.
—Lo escucho, padre.
—¿Me prometes ser franco?
—Es mi costumbre.
—¿Es cierto que vives con una mujer llamada Marguerite Gautier?
—Sí.