Ya era algo, pero no era bastante. Comprendía el ascendiente que tenía sobre aquella mujer y abusaba de él cobardemente.
Cuando pienso que ahora está muerta, me pregunto si Dios me perdonará un día todo el daño que le hice.
Después de la cena, que fue de las más ruidosas, nos pusimos a jugar.
Me senté al lado de Olympe y aventuré mi dinero con tanta osadía, que no pudo menos de prestar atención a ello. En un momento gané ciento cincuenta o doscientos luises, que extendí ante mí y en los que ella fijaba sus ojos ardientes.
Yo era el único que no se preocupaba del juego en absoluto que se ocupaba de ella. Seguí ganando todo el resto de la noche, fui yo quien le dio dinero para jugar, pues ella perdió todo lo quo tenía encima y probablemente en casa.
A las cinco de la mañana nos marchamos.
Yo iba ganando trescientos luises.
Todos los jugadores estaban ya abajo; sólo yo me quedé detrás sin que se dieran cuenta, pues no era amigo de ninguno de aquellos caballeros.
La misma Olympe alumbraba la escalera, y ya iba a bajar yo como los otros, cuando, volviéndome hacia ella, le dije:
—Tengo que hablar con usted.
—Mañana —me dijo.