La Dama de las Camelias

Siempre he sido aficionado a las curiosidades. Me prometí no perderme aquella ocasión, si no de comprar, por lo menos de ver.

Al día siguiente me dirigí a la calle de Antin, número 9. Era temprano y, sin embargo, ya había gente en el piso: hombres e incluso mujeres, que, aunque vestidas de terciopelo, envueltas en cachemiras y con elegantes cupés esperándolas a la puerta, miraban con asombro y hasta con admiración el lujo que se ostentaba ante sus ojos.

Más tarde comprendí aquella admiración y aquel asombro, pues, al ponerme a observar yo también, advertí sin dificultad que estaba en la casa de una entretenida. Y si hay algo que las mujeres de mundo desean ver —y allí había mujeres de mundo— es el interior de las casas de esas mujeres, cuyos carruajes salpican los suyos a diario; que tienen, como ellas y a su lado, un palco en la Opera y en los Italianos, y que ostentan en París la insolente opulencia de su belleza, de sus joyas y de sus escándalos.




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