La Dama de las Camelias

MARGUERITE GAUTIER

En efecto, las últimas palabras apenas eran legibles.

Devolví la carta a Armand, que sin duda acababa de releerla en su pensamiento como yo la había leído en el papel, pues, al recogerla, me dijo:

—¡Quién podría pensar jamás que era una entretenida la que escribió esto!

Y, muy emocionado por sus recuerdos, contempló un rato la escritura de aquella carta, que acabó por llevarse a los labios.

—Cuando pienso —prosiguió— que ha muerto sin que haya podido verla, y que ya no volveré a verla nunca; cuando pienso que ha hecho por mí lo que no hubiera hecho una hermana, no me perdono haberla dejado morir así. ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Pensando en mí, escribiendo y pronunciando mi nombre! ¡Pobre Marguerite querida!

Y Armand, dando rienda suelta a sus pensamientos y a sus lágrimas, me tendía la mano y continuaba:

—Quien me viera lamentarme así por una muerta semejante me tomaría por un niño, pero es que nadie sabe cuánto he hecho sufrir a esa mujer, lo cruel que he sido, lo buena y resignada que ha sido ella. Creía que era yo quien tenía que perdonarla, y hoy me veo indigno del perdón que ella me otorga. ¡Oh, daría diez años de mi vida por poder llorar una hora a sus pies!

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