La Dama de las Camelias

—Concediéndome un poco de su amistad —dije a Armand— y diciéndome la causa de su pena. Contando los sufrimientos, se consuela uno.

—Tiene usted razón; pero hoy siento tal necesidad de llorar, que no le diría más que palabras sin sentido. Otro día le haré partícipe de esta historia y ya verá usted si tengo razón para echar de menos a la pobre chica. Y ahora —añadió, frotándose los ojos por última vez y mirándose en el espejo—, dígame que no le parezco excesivamente necio y permítame que vuelva a verlo otra vez.

La mirada del joven era bondadosa y dulce; estuve a punto de abrazarlo.

En cuanto a él, sus ojos comenzaban de nuevo a velarse de lágrimas; vio que yo me daba cuenta y desvió la mirada.

—Vamos —le dije—. ¡Ánimo!

—Adiós —me dijo entonces.

Haciendo un esfuerzo inaudito por no llorar, más que salir, huyó de mi casa.

Levanté el visillo de mi ventana y lo vi subir al cabriolé que lo esperaba a la puerta; pero, en cuanto estuvo dentro, se deshizo en lágrimas y ocultó su rostro en el pañuelo.

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