Madame Bovary

Capítulo IV

Desde los primeros fríos, Emma dejó su habitación para instalarse en la sala, larga pieza de techo bajo donde había, sobre la chimenea, un frondoso árbol de coral que se extendía contra el espejo. Sentada en su sillón, cerca de la ventana, veía a la gente del pueblo pasar por la acera.

Dos veces al día, León iba de su despacho al «Lion d'Or». Emma, de lejos, le oía venir; se asomaba a escuchar; y el joven se deslizaba detrás de la cortina, vestido siempre de la misma manera, y sin volver la cabeza. Pero, al atardecer, cuando con la barbilla apoyada en su mano izquierda ella había abandonado sobre sus rodillas la labor comenzada, a veces se estremecía ante la aparición de aquella sombra que desaparecía de pronto. Se levantaba y mandaba poner la mesa.






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