Madame Bovary

Capítulo X

Poco a poco, estos temores de Rodolfo se apoderaron también de ella. Al principio el amor la había embriagado y nunca había pensado más allá. Pero ahora que le era indispensable en su vida, temía perder algo de este amor, o incluso que se viese perturbado. Cuando volvía de casa de Rodolfo echaba miradas inquietas alrededor, espiando cada forma que pasaba por el horizonte y cada buhardilla del pueblo desde donde pudieran verla. Escuchaba los pasos, los gritos, el ruido de los arados; y se paraba más pálida y más trémula que las hojas de los álamos que se balanceaban sobre su cabeza.

Una mañana que regresaba de esta manera, creyó distinguir de pronto el largo cañón de una carabina que parecía apuntarle. Sobresalía oblicuamente de un pequeño tonel, medio hundido entre la hierba a orilla de una cuneta. Emma, a punto de desfallecer de terror, siguió adelante a pesar de todo, y un hombre salió del tonel como esos diablos que salen del fondo de las cajitas disparados por un muelle. Llevaba unas polainas sujetas hasta las rodillas, la gorra hundida hasta los ojos, sus labios tiritaban de frío y tenía la nariz roja. Era el capitán Binet al acecho de los patos salvajes.

—¡Tenía usted que haber hablado de lejos! —exclamó él—. Cuando se ve una escopeta siempre hay que avisar.

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