Dos escenas de Shakespeare me han procurado recientemente ocasión de plantear y resolver un pequeño problema.
La primera pertenece a El mercader de Venecia, y es aquella en que los pretendientes eligen uno de los tres cofrecillos propuestos. La bella e inteligente Porcia se halla obligada, por la voluntad de su padre, a no casarse sino con aquel de sus pretendientes que acierte en la elección. Los tres cofrecillos son, respectivamente, de oro, plata y plomo, y uno de ellos, el que otorga la victoria, guarda un retrato de Porcia. Dos pretendientes han fracasado ya en la prueba. Uno había elegido el cofrecillo de oro, y el otro, el de plata. Basanio, el tercero, se decide por el de plomo, y con ello logra a Porcia, cuyo amor le pertenecía ya antes de la prueba. Cada uno de los pretendientes ha razonado su elección en un discurso en el que ha ensalzado el metal preferido, rebajando los otros dos. Tal justificación se hace más difícil para Basanio, el pretendiente afortunado; lo que puede decir para ensalzar el plomo frente al oro y la plata es poco y parece forzado. Si en la práctica analítica nos halláramos ante un discurso así, sospecharíamos la existencia de motivos secretos detrás de una justificación tan insatisfactoria.