Ni despierta ni en sueños podía Magdalena Hammond verse libre del terrible recuerdo de aquella tragedia. La terrible sonrisa de Monty Price la obsesionaba. Su única liberación estaba en el continuo movimiento, y con tal fin trabajaba, montaba y salía a recorrer la hacienda. Consiguió incluso vencer su injustificada repugnancia por la mejicana Bonita, que yacía enferma en el rancho, febricitante y requiriendo esmerada asistencia.
Magdalena sentía que su alma experimentaba una inescrutable transformación, que la contienda —la lucha por decidir su destino en favor del Este o del Oeste— estribaba en algo más elevado. Espiritualmente, no estaba nunca sola, y eso va era un paso en su camino. La agobiaba verse en el rancho. Ansiaba los abertales, la luz y el viento, las interminables laderas, los típicos ruidos de corrales y embalses y praderas, cosas físicas, cosas naturales.