En la callada reclusión de su aposento, hundido el rostro en los cojines de su diván, Magdalena Hammond yacía postrada y temblorosa por el ultraje que acababa de sufrir.
Pasó la tarde, cayó el crepúsculo, cerró la noche; y entonces se incorporó la joven, acercándose a la ventana para que la fresca brisa orease su ardorosa frente. Pasó dos horas de indecible vergüenza, impotente rabia y fútil lucha por justificar con razones su mancilla.
La multitud de fúlgidas estrellas parecía mofarse de ellas con su inalcanzable y desapasionada serenidad. Las había amado, pero en aquellos instantes imaginó que las odiaba, como odiaba todo cuanto con el salvaje, abrupto y malhadado Oeste se relacionase.
Volvería al Este.